miércoles, 28 de marzo de 2012

Ser uno mismo.

"Párate a pensar si te sale rentable dar una impresión a la gente porque, siempre, cuando quedas bien delante de unos, quedas mal delante de otros. Tú decides si lo haces siento tú mismo o no".

Recuerdo de Anteayer.

La explicación terminó con mi estornudo y el irregular sonido de la campana. Andar por los pasillos es como viajar en el tiempo, como balancearse sobre un péndulo atado a los párpados. La pequeña nostalgia de las cosas no vividas es algo que a veces no puedo evitar; el sentimiento de hacerse creer que todo lo que uno no tiene es realmente lo que más se necesita. Incluso es verdad que en ocasiones hay algunas cosas que si podrían resultarnos “útiles” o que podrían darnos una bonita razón por la que tenemos que vivir un día más cuando comienza la mañana. En el sentido de que por ellas podríamos sonreír tan ilusionadamente sin darnos cuenta de que lo hemos hecho o de tapar el tiempo con la mirada. Una oleada de reflexiones anidan en la mente del que se atreve a preguntarse por qué no posee lo que tan platónicamente considera.
Cerré los ojos y lloré sin precipitar lágrima al suelo. Pensé que aquello era demasiado bueno para mí. No quería decir que no mereciese la felicidad, pero aquellas sensaciones tal vez eran algo fantásticas, utópicas. Eran de los pocos deseos que hacen que uno se sienta con la fuerza necesaria como para poder mover el mundo, para cambiarlo, para ser inmune a los daños que puede plantear. Ningún ser humano se siente satisfecho nunca, siempre aspira a más. Sin embargo el conseguir determinadas cosas es como terminar de completar una bonita vitrina de felicidad.
La luz que incide en mis ojos me impide ver claramente. Me encanta el olor de la hierba, tumbarme sobre ella y que sin percatarme me abrace con sus fuertes y suaves tallos. Me fijé en que cuando sopla el viento todos ellos se mueven igual, como si fuera todo una coreografía del viento, como si las hojas estuvieran a la merced de Céfiro.
Es mágico contemplar el brillo del cielo rozando las grises nubes. En ese instante me di cuenta de lo parecida que es la naturaleza a los sentimientos. Si se piensa más profundamente, llegas a la conclusión de que apenas somos nada en una realidad abrumadoramente grande. Pero más impresionante aún es lo fuerte que unas cosas, relativamente pequeñas, pueden hacerte. Todo es tan rápido que puedes ver un suceso a cámara lenta pero sin poder actuar, ni mostrar emoción alguna. Desgraciadamente provocará muchas veces que cada aliento, cada parpadeo, cada poro de la piel, se llene de crudo arrepentimiento.
Las voces de mi mente me atormentan, me recuerdan cada segundo su mirada, no me permiten olvidar lo que por tanta frustración me convierte en pura angustia. El que te ayuden a distraerte es un juego para que el dolor se mofe de la situación, porque hagas lo que hagas, habrá un instante en el que te veas obligado a recordar. Intentar evitarlo puede ayudarte a no mostrar el sufrimiento, pero el que no se vea no significa que no exista, porque volverá a manifestarse, es más, llegará un momento en el que los intentos por llamar a la inadvertencia también terminen frustrados.
Lo que la gente no entiende es que lo prefiero. A veces me da más satisfacción este dolor que el no sentir amor por nadie. Es cierto y queda demostrado que la eterna espera es un castigo para el alma, pero ese suplicio significa que estoy vivo. La persona que nunca ha cargado con el peso de ese mal, para mí, lleva un peso muchísimo mayor que paraliza sus emociones; pero realmente hasta el que aparenta ser el más fuerte también sucumbe al afecto. Todo el mundo ha experimentado esos nervios que nos hacen sentir tan vulnerables, que nos hacen pensar que si algo sale mal el mundo quedaría aplastado por el peso del cielo.
Desde hace tiempo vivo en una realidad con doble cara: la que protagoniza él, y la que protagoniza su ausencia. Tan sólo distintos momentos respaldados el uno por el otro, uno haciendo tan feliz y otro tan desdichado.
Y acaba llegando un momento en el que el amor termina por quitarle el antifaz a la dignidad, dejándola brillar, desplegando sus manos hasta rozarte la cara suavemente, sonriéndote y cerciorándote de que tan sólo queda un pequeño paso para alcanzar la más absoluta felicidad. Y desdichado el que no sea capaz de ver el haz que tan humanamente ilumina a las personas, la que hace que todos consigamos nuestra particular perfección, lo que nos hace tan puramente mujeres y hombres.
Lamentablemente, en este momento el júbilo no exacerba en mi interior. El día en el que me confíe sus labios, en el que me otorgue el placer de poder guardar su sonrisa para la eternidad, allanaré el hogar de la bonanza, aprenderé a saborear el rocío que brota de sus pupilas y me atreveré a llorar sin miedo a que mi corazón pueda arrugarse.
De momento prefiero levantarme y seguir caminando. Cada baldosa es como el fotograma de una película cuyo guión no ha sido escrito, que deja la tinta correr por el borde de la hoja mientras pasa la infinitud en un polvoriento cajón. En las imágenes, dos jóvenes bajo una acacia amarilla navegan entre el mar de pálido oro en un marco de inocencia, donde las ramas arropan todo de las horas y las frondas silban versos al viento.
Pero es tan rápida la forma en la que esos pensamientos estallan en puro cristal, que la ola de frustración arrasa el pequeño paraíso de mi mente. Veo como la ira y las lágrimas arrancan las débiles raíces, como el suave viento se transforma en huracanes de desesperación y como los dorados pétalos sucumben ante una oscura ciénaga. Y sin darme cuenta me hallo llorando como un niño, esbozando gotas de pena en cada sollozo.
A veces me siento ridículo. ¿Cómo puede ser que alguien que apenas te ha mirado sea tan necesario para seguir adelante? Creo que me encantaría darle un golpe en la mejilla, pero para después darme yo otro y robarle un beso. Para decirle cuanto le odio y cuanto le necesito, para preguntarle por qué no marcha lejos de aquí y por qué me es tan imposible dejar de mirar sus ojos, para invitarle sin palabras a compartir un mundo en el que nadie más puede vivir.
Tuerzo la esquina y mi corazón comienza a latir rápidamente. Mis pupilas se inundan de vigor y mis dedos comienzan a temblar sin moverse. Viene hacia mí desde el otro lado de la corta calle, con la mirada perdida pero con cierto aire de atención sobre lo que nos rodea. Pasa a mi lado y entonces en mis entrañas aflora de nuevo la vida al ritmo del corazón golpeándome el pecho fuertemente. Roza mi mano y me giro sin importarme que se asuste y que yo acabe atemorizándome y hundido en el arrepentimiento. Se detiene y da la media vuelta mientras mi garganta siente el filo de un pequeño trozo de acero. Me sonríe con los labios y la mirada, y continúa calle abajo…
Todo esto es lo que recuerdo cuando le miro a los ojos. Este es mi recuerdo de anteayer.